La repentina y trágica muerte del senador Miguel Uribe ha estremecido al país. Más allá de las diferencias ideológicas, su partida nos recuerda que la vida y la dignidad humana deben estar por encima de cualquier disputa política.
Sin embargo, lo que pudo ser un momento de unión y duelo nacional se ha visto ensombrecido por un preocupante uso político de la tragedia. Sectores de la derecha extrema han buscado instrumentalizar su memoria para atacar al adversario, difundiendo narrativas sin sustento que incluso insinúan, sin pruebas, la participación del gobierno nacional en el atentado. Acusaciones temerarias como estas no solo minan la confianza ciudadana, sino que avivan la polarización y el odio.
La democracia no se defiende con mentiras ni se honra a los muertos con manipulación. Las palabras tienen poder, y en tiempos de incertidumbre pueden salvar o destruir. Por eso, hoy más que nunca, Colombia necesita un pacto ético: desescalar la violencia verbal, renunciar a la estigmatización y recuperar el respeto por la verdad.
Los líderes políticos, las voces de opinión y los medios de comunicación tienen la responsabilidad de apagar las hogueras del odio, no de avivarlas. Las redes sociales y los escenarios públicos deben volver a ser espacios para el debate y no para la guerra ideológica.
La memoria de Miguel Uribe merece un homenaje limpio, sin distorsiones ni intereses partidistas, basado en la verdad y en la construcción de consensos.
En este momento crítico, el mensaje debe ser firme y claro: ni la mentira ni el odio pueden seguir marcando el rumbo de Colombia. Si la política no se convierte en un puente hacia la reconciliación, seguirá siendo un campo minado que tarde o temprano nos destruirá a todos.