Nota del editor: El próximo 22 de junio se cumplirán 10 años de este texto escrito por nuestro director Delvis Ibáñez Sevilla, el cual, guarda una parte de su niñez e inicio de su adolescencia; una realidad que no es exclusivamente de él, lo es de generaciones completas de ciudadanos que crecieron en medio de la violencia y el conflicto armado. Hoy lo publicamos como nuestra editorial para hacer memoria sobre un pasado, no tan lejanos, que estamos condenados a repetir si no nos unimos alrededor de la Paz y trabajar en pro de este hermoso país.
Parecía un día normal, amanecía en la finca donde trabajaba mi padrastro: el ganado en el corral, los terneros bramando por sus madres; todos nos disponíamos a cumplir con nuestras obligaciones: mi padrastro a ordeñar el ganado, mi madre a preparar todo para tener el desayuno listo, y yo, a pararme en la puerta, del lado de los terneros, para dejarlos pasar cuando mi padrastro así lo dijera. Todo, sin duda, parecía normal.
Luego de haber dejado pasar tres o cuatro terneros aparecieron ellos, fueron rodeando el corral, se divisaron por el norte, sur, este y oeste hasta estar por todos lados; el corral, la casa, la cocina, en fin, se apilaron como hormigas alrededor de nosotros.
Mi madre, en medio de una tranquilidad fingida, nos llamó hacia adentro. Yo no entendía muy bien lo que sucedía, estaría entre ocho y nueve años de edad. Ellos llegaron supuestamente a tomar agua y a pedir algo de leche. Mi madre, disimuladamente, intentaba meterme al cuarto; yo, sin percibir la dimensión de las cosas, no quería perder detalle alguno de la visita.
Pasados unos minutos, uno de ellos, poniendo su mano en mi cabeza, preguntó mi nombre. “Delvis” – respondí sin vacilar –. El que uno de ellos haya preguntado por mi nombre, generó confianza en mí para hacer mis propias preguntas.
Con mi ingenuidad pregunté si eran policías, por sus atuendos, encontrando un “no” como respuesta; pregunté por lo que traían colgando, uno de ellos alzó y dijo: “esto es un fusil AK47”. Sentía miedo, pero la curiosidad era mayor, concluí preguntando por algo que centró mi atención desde el primer instante, a lo cual me respondieron ser “un lanza no sé qué”, no retuve el nombre para entonces.
Después de haber bebido el agua y la leche llamaron a mi padrastro aparte, noté a mi madre mucho más intranquila, la conversación terminó y ellos dispusieron todo para irse. Al día siguiente mi madre, llorando, hablaba con mi padrastro sobre unos muertos que habían aparecido; sin pensar le dije; fueron ellos, los de fusiles.
Recuerdo un suceso, no sé si fue antes o después de la llegada de ellos a la finca, lo cierto es que al escuchar una popular canción que dice “…duerme conmigo esta noche – qué tristes son las despedidas…”, estando en el pueblo en casa de los suegros de mi madre, siendo de noche estaban “los grandes” sentados en la terraza de la casa, Yo, con un primo, sentados en el piso jugando, oímos a Pompilio, un vecino que con sillas en manos gritaba: “¡Métanse, ahí vienen!”. Mi madre me tomó de la mano y, cuando pude advertir, ya estaban todos dentro de la casa con puertas y ventanas cerradas.
Mi padrastro buscaba una hendija en la pared para poder ver lo que sucedía. Yo sólo me senté en medio de la sala. Al despertar de esa noche, en un descuido de mi madre, salí a la puerta; de fondo, la dichosa canción, el acto principal eran ellos, los de fusiles se habían tomado la iglesia del pueblo, la cual quedaba diagonal, al cruzar la calle.
Los vi y los reconocí de inmediato, pues tenían los mismos atuendos. Luego pasaron con unos hombres amarrados que tiempo después aparecieron muertos, se había vuelto costumbre oír decir que habían sacado a “fulano” y a “perencejo” y encontrarlos muertos mucho después.
Para el 2002, en ese año cumpliría doce, a mi madre, que mucho antes había ejercido como profesora rural, le tocó ejercer como jurado de votación; no se borrará de mí su cara de horror, y no era precisamente por la importante y trascendental función, era porque los de fusiles habían advertido que se debía votar por un solo candidato.
Gracias a Dios la gran mayoría deseaban votar por ese señor. A todos, incluso a mí, les llamaba la atención su “mano firme, corazón grande” pero de algo, todos en el pueblo estaban seguros: aquel que se opusiera y no votara por él se las vería con ellos, los de fusiles. De ahí en adelante empecé a diferenciar algunos nombres, entre ellos “Codazzi” y “Platino”.
Para el año siguiente pasó lo mismo, pero esta vez los de fusiles eligieron a un alcalde, le decían “Pepe”. En mi casa había un afiche del otro candidato, obligaron a mi padrastro a retirarlo; sin dudar, eso hizo. Para ese entonces entendía que un voto valía mucho más que la vida misma.